… el siguiente domingo me levanté inquieto, no había dormido bien por la noche y tener que ir a la iglesia antes de tiempo me costó más que nunca.
Aún así tras las continuadas llamadas de mi madre logré incorporarme teniendo la sensación de que mi cuerpo pesaba el doble.
Desayuné rápido y en misa ya estaba Pepe esperando a pocos minutos de que empezase todo el ritual.
Don Nicolás llegó cojeando, disimulaba una cara de dolor que ya yo empezaba a intuir desde temprana edad en las caras de los demás. Me miró muy seriamente, de una forma que daba a entender mucho sin palabra alguna.
Ese día estuve más callado que nunca, tenía un cierto miedo que me atacaba al pecho, ya conocía esa sensación, demasiado bien la conocía y la seguí conociendo hasta hoy día.
Pepe intentaba darme conversación pero yo no dejaba de pensar en la puerta, en lo que había visto, en el gran enfado que Don Nicolás había tenido conmigo. Ese domingo había sentido que yo formaba parte de una gran mentira, no entendía cómo un hombre que nos enseñaba la Palabra de Dios podía haberme amenazado como lo hizo.
Ese día hice todo correctamente, no les gasté la broma a mis hermanos, me sentí sombrío, serio, una duda me atormentaba continuamente… ¿Qué hay tras la puerta?
Recordé durante todo el tiempo a «Marinieves» cómo me miraba y se reía de mis chistes, o cómo me decía que le gustaba mi pelo. Sentí en esa infancia algo diferente, nunca me había sentido igual, nunca mis pensamientos estaban tan dirigidos sólo a una persona.
Durante todo ese domingo me estuve acordando de las palabras que ella me decía: «No seas vergonzoso, dímelo»
Yo me quedaba en silencio, recordaba cómo aquella tarde en la playa mientras atardecía nos mirábamos en silencio y yo apartaba la vista, cuando hablábamos lo hacíamos desenfadadamente pero cuando llegaba el silencio ella se limitaba a mirarme y sonreírme con algo más que yo sentía que había pero no podía darle explicación.
Ese domingo me había salvado del «Démonos fraternalmente La Paz» yo seguía pensando en sus palabras, en su mirada que parecía leer mis pensamientos.
Estábamos siempre con su hermana y su prima, mi hermano y yo, las tardes eran apacibles, llenas de luces y colores en un Agaete limpio y tierno.
No tuve ganas de hablar demasiado ese domingo, sólo quería terminar para ir a casa, cambiarme y pasar por la casa de «marinieves» que justo vivía al lado de la iglesia e irnos de nuevo a la playa para sentir una mirada que atravesaba mi pecho.
Continué con toda la monótona liturgia de ese domingo hasta finalizarla. Yo quería ese año en las procesiones llevar la cruz más grande y más pesada por las calles del pueblo, eso era motivo de disputas entre los varios monaguillos que queríamos llevarla, la cruz más grande, la más pesada, para el más importante, el más fuerte.
Así entendíamos la religión en ese aspecto.
Don Nicolás me llamó aparte antes de irme, me señaló que lo acompañase a la sacristía.
Me despedí de Pepe y le hice caso a nuestro pastor.
– Sé sincero, Heliodoro, ¿Qué viste el otro día? Sabes que la mentira es el mayor pecado que atenta contra Dios.
– No… no estoy seguro, no vi nada en concreto, sólo luces y sombras.
– ¿Seguro? Me miró como adivinando el terror que yo le tenía a todo lo que tenía que ver sobre el Diablo y el Infierno. – Sabes que puedes ir al infierno tras la muerte, ¿Verdad? Que allí arderás siempre, que no estarás en paz en el Cielo y en el infierno arderás sólo por los siglos de los siglos…
Yo estaba paralizado de terror ante la idea, conteniendo las lágrimas para no darle a demostrar más miedo que el que ya sentía.
– Se lo juro, se lo juro, sólo vi sombras de brazos y piernas, no vi más nada…
– ¡Pues no se lo dirás jamás a nadie! Me señaló amenazando con su dedo índice. – ¡Si lo haces, te excomulgaré!
Yo no sabía exactamente qué era excomulgarme pero suponía que tenía que ser lo más parecido al infierno en la tierra.
Miré para la puerta, tuve una mezcla de curiosidad y terror.
Don Nicolás hizo un gesto de dolor y se llevó las manos a su pierna, de nuevo… eso le hizo que dejase de prestarme atención.
– Vete, márchate, y ya sabes, cumple tu palabra.
Lo dejé mirando para su pierna, se levantó la sotana y vi un enorme moratón que casi le ocupaba toda la pierna desde la rodilla hasta el tobillo.
Quería volver a ver a «marinieves» sus palabras, sus miradas, su sonrisa me hacían sentir especial, diferente, me procuraban alejarme de la realidad que ya empezaba a sacudirme muy duramente.
La tarde en la playa me relajó, el mar siempre ha formado parte de mi vida, siempre me he sentido libre nadando y sumergiéndome bajo el mar de Las Nieves, sintiendo la paz de su fondo, y el silencio más absoluto que me embargaba cuando a ratos era hermano de los peces.
El sol brillaba en sus ojos cuando me miraban mientras salía del agua, no sabía interpretar su significado, simplemente, avergonzado, retiraba la vista, me sentía realmente cohibido.
– Dímelo, Helio, no seas vergonzoso…
Silencio por mi parte, en sus ojos había una súplica que no sabía ver bien. Ahora lo recuerdo todo con mayor claridad y puedo interpretar su significado pero un niño no sabe muchas veces lo que una mujer quiere.
Me seguía mirando a ratos con esa mirada y me fui olvidando de la puerta a lo largo del verano. Me asaltaba una ansiedad cada vez que pensaba que ella se iría para Las Palmas y yo seguiría en un pueblo hermoso pero sin la luz de su mirada.
Los domingos transcurrían normales, Don Nicolás estaba cada vez más flaco, su cara era más pálida y le costaba caminar con facilidad.
«marinieves» me dijo que le quedaba sólo una semana de vacaciones, que ya pronto se iría, pero que me dejaba su dirección postal para enviarnos cartas o quedar para ir al cine.
Esas noches me costó dormir más, pensaba en ella pero empezaron los primeros ruidos en casa, comenzó el miedo.
Me distraía pensando en sus ojos, sus labios, yo aún no sabía qué era besar pero me imaginaba cómo tenía que ser de maravilloso sentir sus labios, ver cerrar su sonrisa abrazada por las alas de nuestras mariposas en un tierno y dulce beso.
Me acordé de sus palabras «Dímelo, Helio, no seas vergonzoso…», me asaltaron una y otra vez sus miradas, sus prolongados silencios, cómo me acariciaba el pelo y se reía con mis ocurrencias.
Lo supe, supe qué le tenía que decir, supe qué quería que le dijese.
Me llené de un nuevo valor, un valor lo suficientemente grande como para por fin, mirar la puerta, calmar mi curiosidad, ya tenía claro qué debía de hacer.
Me levanté el sábado pletórico y radiante, quise ir a la playa desde temprano y avisarla por sorpresa.
Era temprano, sí, pero la despertaría, no quería perder ni un minuto más.
Preparé todo, las toallas, el agua, un par de bocadillos hechos a toda prisa.
Toqué en la puerta, toqué varias veces, me comencé a desesperar.
Ella se asomó al balcón, vi sus ojos llenos de sorpresa y de una alegría que la desbordaba.
– ¡Vámonos a la playa! ¡Está el día buenísimo!
– ¿Pero estas horas?
– Da igual, vámonos.
– Helio, antes tengo que hacer algunas cosas, mi tía me dijo anoche de hacer un par de compras, las hago y me vienes a buscar en una hora.
– ¡De acuerdo! ¡En una hora estoy aquí!
Nos quedamos mirando, ella me sonreía pero esta vez sostuve la mirada, fue un instante interminable, la apartó primero. Se retiró pero al momento volvió a salir.
– ¡Helio!
– ¡Dime!
– Eres… voy a tardar lo menos posible.
Se volvió a alejar, no sabía qué hacer durante esa hora. Vi la puerta de la parte de la iglesia donde vivía Don Nicolás abierta, entré. No escuché ruidos.
Me dirigí a la puerta, miré mi reloj, sí, tenía tiempo.
No pude abrirla así que tuve que buscar la llave por algún sitio cercano, la encontré, abrí lentamente y cerré a mis espaldas dejando la llave puesta.
Justo al lado de las escaleras había un pequeño hueco para una vela y un mechero.
La encendí, caminé lentamente en medio de la absoluta oscuridad que me rodeaba apenas violentada por mi pequeña luz. Me sentí valiente, esta vez «marinieves» retiró la vista antes que yo, esta vez sabía qué quería ella que le dijese.
Continué bajando los escalones tropezándome con alguna pequeña humedad que casi hizo que me cayera.
Una habitación a mi izquierda llena de muebles rotos, tirados, algunos ataúdes pequeños que me hicieron estremecer, coronas con flores hacía tiempo ya secas.
A mi derecha, mientras la habitación se llenaba de sombras amenazantes, estaba lo que yo había venido a ver, quería saciar mi curiosidad.
Me planté de frente y lo vi, apenas podía cerrar los ojos, quise hablar, decir algo, pero no salían palabras de mi boca como en aquellas pesadillas de niño que intentaba llamar a mis padres cuando Satán me perseguía pero no salía sonido alguno ni podía moverme hasta despertar gritando.
Pero esta vez no era un sueño, esta vez la realidad me golpeaba duramente, sin piedad.
Lo que veía frente a mí era producto de las peores de mis pesadillas, el horror más absoluto.
Cabezas de niños, pies y manos amarrados con lazos rosas, azules… todos tenía un color blanco, como la más pura cera de vela, caras inexpresivas, manos pequeñas, pies diminutos, la vela oscilaba sobre sí misma y los ojos inexpresivos me miraban como acusándome de haber encontrado el peor de los secretos.
Creo que fue la primera vez en las que sentí realmente qué eran unas taquicardias.
Me vino la imagen del cuadro a la entrada de la iglesia, del Purgatorio, de Don Nicolás amenazándome con la excomunión.
Pies pequeños amarrados con diferentes lazos y si acercaba más la vela me daba cuenta que todos tenían nombres, y fechas.
Todos los cuerpos estaban finamente cuidados, parecían hechos con otros materiales que no eran carne humana.
Todo era demasiado horroroso para un niño que recién empezaba a asomarse a la vida.
Escuché un ruido, era Don Nicolás, seguro.
Apagué la vela como por instinto y me escondí entre los muebles de la otra habitación.
Escuché cómo cerraba la puerta, al momento volvía a entrar con otra vela.
Lo vi acercarse a la habitación de los niños a salvo en la oscuridad. El caminaba quejándose a cada paso que daba.
– Maldita sea… este dolor, este sacrificio. Les hablaba a los niños. Se acercó a la habitación donde yo estaba, contuve la respiración, abrió un pequeño ataúd, sacó dos pequeños pies, puso la vela hacia un lado y comenzó a dejar sobre ellos la esperma de la vela, hasta casi recubrirlos.
Se subió la sotana y pude ver con la pequeña luz de la vela cómo el moratón se había vuelto más oscuro.
– ¡No me han curado! ¡Nada ha valido! ¡Tanto sacrificio, tanta devoción para que me devore un cáncer pero ninguno de ustedes pequeños, han tenido la capacidad de curarme!
Lo escuchaba sin poder creer sus palabras.
– ¡Se acaba mi vida, sí, pero sus recomendaciones no fueron útiles! ¡Coger niños recién muertos del cementerio, quedarme con su energía vital! ¿Cómo pude ser tan incauto? Ellos me dijeron que los conservase, que me ayudarían a que remitiese mi enfermedad.
Miró amenazante las pequeñas cabezas sin vida pero luego tornó en llanto.
– Dios… perdóname… perdóname por haber caído en el peor de los pecados y no someterme a tu voluntad…
Siguió llorando, colocó los pequeños pies en la vitrina y una de las cabecitas cayó al suelo, se rompió en varios pedazos dejando ver qué había debajo, me eché las manos a la boca para no vomitar.
Recuerdo cómo tuve que hacer esfuerzos para no desmayarme al ver a nuestro párroco recogiendo los pedazos de hueso de un niño que perdió la vida poco después de nacer.
Don Nicolás se arrodilló, rezó en voz alta y pidió perdón una y mil veces.
Comencé a desesperarme, quise huir de allí.
Lo escuché rezar en medio de lamentos de dolor, creo que se desmayó después de un grito agónico prolongado.
Yo salí corriendo de ese sitio, no quise mirar atrás, llegué a casa de «marinieves», la vi llegar cargada con bolsas e intenté que no se me notase en la cara nada de lo que me había pasado.
– ¡Helio! Tardé lo menos que pude, ya entro, me cambio, y vamos a la playa.
La esperé fuera, miles de imágenes se me agolpaban pero su sonrisa tenía el efecto de aquietarme.
Recuerdo cuando salió de la casa, creo que ya empecé a tener claro qué me pasaba.
Me había enamorado. Todo se centró en ella, hacía mil años que pasó lo de esa puerta, los niños.
– ¿Sabes que mañana me voy?
– Sí…
– ¿Serás capaz de decírmelo? Me cogió la mano – Vámonos. Nunca había dado la mano a ninguna chica, su tacto suave me hacía mucho bien.
– Me alegra mucho que me vinieses a ver tan temprano, toda una sorpresa, así estaremos los dos solos en mi último día aquí.
No quería que se terminase el trayecto hasta Las Nieves, quería que su mano se quedase pegada a la mía para siempre, que no nos separase nada.
Ella caminaba feliz a mi lado, yo caminaba feliz al suyo, nada me perturbaba.
Al llegar colocamos las toallas y yo sentí cómo estaban pasando los momentos más dulces y lindos de mi vida.
Las horas pasaron entre baños y tomar el sol, compartí mi bocadillo con ella y nos mirábamos como dos personitas sin miedos.
La tarde llegaba, las tardes de Agaete en verano son mágicas, llenas de complicidad.
– ¿Me lo dirás?
– Te lo digo, «marinieves», te quiero.
Me sonrió feliz y sabiendo qué hacía acercó los labios a los míos y el universo se detuvo, cerré los ojos, me dejaba llevar, ella separó sus labios y nos miramos.
Parecía haberse llenado de luz en sus ojos, su cara, su sonrisa, aún recuerdo ese primer momento después del primer beso. Lo recuerdo todo como algo limpio, puro, lleno de colores en aquella tarde que caía cálida y anaranjada.
La vi contenta.
Nos volvimos a besar para luego mirar cómo los últimos rayos de sol se escondían y yo la tapaba con mi toalla para que no pasase frío.
– Mañana te vas, pero, ¿Te podré ir a ver?
– Sí, cuando lleguemos a mi casa te apunto mi teléfono y ya quedamos.
Seguimos abrazados un rato en medio de varios besos más hasta que la sentí temblar de frío y nos dirigimos hacia la casa.
En su puerta me dio el teléfono, nos volvimos a abrazar con la promesa de volvernos a ver.
Me fui contento para mi casa pero con el pensamiento confuso, lleno de amor y de muerte.
Lleno de nostalgia y felicidad.
Esa noche, cuando intenté dormir no lo pude hacer hasta tarde, tenía demasiados sentimientos confusos, encontrados.
Mi madre me despertó para ir a la iglesia, en la cita eterna e inequívoca de todos los domingos pero me dijo que no iríamos, que esta vez no habría misa.
Le pregunté el porqué, pero lo sospechaba.
– Don Nicolás, el cura, Helio, ha muerto, lo encontraron en el sótano de la iglesia muerto.
– Pero… ¿Y qué más? ¿Qué más encontraron?
– ¿A qué te refieres?
– ¿No han dicho más nada?
– No, simplemente eso, tenía un cáncer muy avanzado y esa noche murió presa de un dolor muy grande.
– Pero… ¿No se ha dicho nada más?
Mi madre mantuvo el silencio y me miró con sorpresa, como si no supiese leer en mi mente como toda la madre con su hijo.
– No, Helio, me extraña ese interés tuyo en lugar de por la muerte de nuestro cura.
Me levanté rápido, quería despedirme de «marinieves».
No desayuné, me puse ropa cómoda y fui corriendo a la casa.
Frente a la plaza, desde la casa de «marinieves» podía ver cómo se iba congregando cada vez más multitud, todos estaban apesadumbrados, en silencio, pero a mí lo que más me importaba era ver de nuevo su cara resplandeciente.
Tardó un poco en salir, pero al fin lo hizo.
– Helio…
– Mari…
Nos abrazamos, nos miramos.
Su padre la llamó y disimuladamente me dio un beso en los labios.
– Adiós.
Me gustaría decir que marinieves y yo nos volvimos a ver, que fuimos al cine, que fuimos novios, pero no es así, hablamos dos veces más por teléfono y en su segunda carta me dijo que ya no podía salir conmigo. No recuerdo bien las razones, bueno, sí, pero no las quiero decir. Fíjate, aún creo que me duele esa gran decepción.
Esa carta que aún conservo, me dolió más que el terror que pasé, que toda esa irrealidad de la que fui parte.
Nunca conté a nadie nada de la iglesia, de los niños, hasta hoy.
Vi a la hermana Saray en una fiesta que el PSOE en San Telmo organizaba, nos reconocimos.
Hablamos un buen rato y le pregunté por ella, se casó, tiene dos hijos.
Le pedí que le diese recuerdos míos.
Ese sábado de mi juventud, perdí la inocencia.
Un abrazo.