… en la habitación de mi nueva casa.
Los primeros días de vivir aquí fueron duros para adaptarme, estar en un sitio nuevo, más pequeño que mi habitación de Agaete, la ciudad llena de ruidos y contaminación, de gente desconfiada y de agresividad.
Iba a tener que adaptarme a todo esto, ya no había vuelta atrás, ahora se trataba de vivir fuera del refugio del pueblito que me acogió durante los últimos 20 años.
La sensación de libertad de la ciudad es mucho mayor, tan mayor que da miedo, miedo a la libertad, a tomar decisiones, a ser algo más agresivo para sobrevivir.
Los que están acostumbrados a vivir aquí ya saben que tienen que golpear duro al medio, a las personas, para poder obtener los beneficios que esta sociedad vende, el dinero que viene dado por la dura competencia del trabajo. Y venir de un pueblo donde se depende de si un alcalde «da trabajo» – que nunca fue mi caso – y no se motiva la autonomía, choca de frente el contraste de la necesaria independencia de los enormes edificios de la ciudad.
Agaete se caracterizaba por el silencio, Las Palmas se caracteriza por el ruido.
Comprobé que no es lo mismo vivir sin vecinos que con ellos, en este edificio tener a gente viviendo pared con pared mire donde mire da una sensación de estar cuidadoso con el volumen a cualquier hora del día y de la noche, no me pasaba en el pueblito.
Aquí, las paredes son de papel, casi se puede escuchar todo.
A mi izquierda, tengo una ventana que da a un patio interior, a mi derecha, mi baño y la pared de frente, – detrás de la pantalla desde la que escribo – la pared que da al vecino.
Desde el primer día ya escuché los ronquidos, no me podía creer que pudiese escuchar unos ronquidos tan enormes desde esta zona de la habitación, justo en frente de mi cama.
No son unos ronquidos pequeños, no, es el rugido de un león hambriento.
Además, son puntuales, comienzan a las once de la noche, terminan a las 7 de la mañana, excepto los fines de semana que los escuchaba por el día.
Como un reloj.
Yo siempre he sido algo nocturno, pequeño vicio que estoy quitándome cada día más, y claro, mi esfuerzo por conseguir vivir de día se ve truncado por el insomnio forzoso al que me veo sometido.
Porque, claro ¿Qué le digo? ¿Toco en la puerta y le comento que deje de roncar tan fuerte por la noche? Me puede mandar a la mismísima mierda.
Si con dormir a un lado ya se soluciona el problema.
Y es que cuando empiezan los ronquidos, el volcán en erupción, si fuesen con un volumen e intensidad constantes, igual me podría acostumbrar pero lo que me enerva son los momentos en los que se destapa el tubo de escape de la moto de su nariz.
Me dan sobresaltos en esos momentos.
Algunas veces he tenido que dar algún golpe en la pared a ver si ese momento en el que se despierta me permite conciliar el sueño – o ver una película con tranquilidad que me he bajado con el emule.
Siempre vienen de la misma zona los ronquidos, justo desde donde tengo la mesa del PC.
Dios… todas las noches lo mismo.
Mi mente volaba a miles de inventos relacionados a poner extraños aparatos en la boca para mitigar el ruido y transformarlos en – como mínimo – ruidos de pajaritos.
Créanme que vivir la noche, intentar dormir con un ruido tan molesto es un continuo sufrir penando.
Primera solución, comprarme tapones para los oídos y se mitigaba el ruido constante, pero las explosiones puntuales de los fuegos artificiales, de las bombas de navidad que salían desde esa pared, no había tapones que lo mitigasen.
Comenzaron a salirme unas pequeñas bolsas bajo los ojos, dormir tarde y luego despertarme temprano, estaba acabando con mis nervios.
Tener la sensación durante todo el día que invaden el espacio vital, el espacio íntimo del sueño, del descanso, el silencio necesario para aquietar la mente, llega un momento en el que me convierto en un ser crispado como la actual política española.
Las once de la noche, el mismo sitio, los mismos ronquidos, los mismos desniveles, como un bucle eterno que se repite, como el mito de Sísifo, en las noches cada vez más eternas.
Ni los golpes en la pared silenciaban los ronquidos.
Se me hacía más duro trabajar con el poco descanso y el espantoso ruido nasal que poco a poco iba calando en mi mente hasta transformarse en una parte de mis pensamientos habituales.
Hablé con el presidente de la comunidad, un hombre de canas prematuras, gafas gruesas y creerse el dueño del mundo por tener un manojo de llaves que le permitía controlar abrir y cerrar el portal, así como saber el precio del agua por cada vivienda y me dijo que en la vivienda de donde le expliqué salían (entraban) los ronquidos, no vivía nadie.
No me lo podía creer, yo escuchaba a alguien «respirando fuerte» en el linde de mi habitación.
No podía ser, anoche los escuché, esta noche los volveré a escuchar.
Me quise asegurar de dónde venían exactamente los ronquidos a ver si era un rebote de otra habitación del edificio, no, venían de la misma pared, la misma zona de la habitación.
Esta vez me estremecí.
Los ronquidos eran reales, reales como que ahora escucho a mi izquierda la T.V. con los Simpson, Homer Simpson apretando fuertemente el cuello de su hijo Bart.
Tengo en mi mente el «ronfff – ronfff» que se mezcla con la música que quiero componer.
Pero ¿De dónde salen los ronquidos?
No había nadie en la otra parte de la habitación, en el piso que limitaba esta pared.
Las once en punto, los ronquidos.
Mi vida es un desastre, no puedo dormir con calma.
Despejé la mesa del ordenador, quise – como una extraña manía – escuchar de cerca, muy de cerca el ruido que me atormentaba.
El mismo sitio, la misma zona, un pequeño agujero.
Lo miré asombrado.
Metí los dedos para ver qué había, saqué un pequeño papel.
Cuando lo leí, con un cabreo indescriptible fui a esa hora de la noche a la casa del presidente de la comunidad, dueño, por otro lado, de este piso.
Toqué en la puerta con fuerza para que intuyese mi cabreo.
Abrió asombrado, lo desperté de su tranquilo – envidiado – sueño.
– ¡No me había hablado del inquilino anterior!
– Claro, por aquí han pasado muchos. Me dijo cautelosa y asombradamente el hombre al que estuve a punto de golpearle la cara.
– ¡Sabe a qué demonios me refiero! Le agarré por la camisa levantando mi puño izquierdo.
Le expliqué que encontré una nota en la pared donde relataba lo horrible que había sido la depresión y posterior muerte del inquilino anterior, se había suicidado tomando muchas pastillas para dormir y había dejado una nota en un agujero hecho en la pared, justo en el lugar donde tenía su cama. En el sitio exacto donde estaba la mesa de mi pc.
El presidente me explicó que la otra persona que ocupó mi habitación tenía un carácter extraño, ausente por norma general, no se llegó a relacionar con casi nadie del bloque de edificios.
Era muy puntual pagando el alquiler y poniéndose al día con sus facturas pero tenía un carácter por norma general ausente.
Se le notaba generalmente triste, no supo bien a qué se dedicaba ni qué hacía con su vida, no tenía visitas y el silencio en esa casa era habitual.
Una noche escucharon unos potentes ronquidos, ronquidos que duraron todo el día siguiente y parte de la noche anterior, no paraban, eran tremendamente ruidosos.
Los vecinos comenzaron a quejarse de ese constante ruido.
Tocó en la puerta para saber cómo se encontraba su inquilino.
A pesar de los fuertes golpes a la puerta, lo único que le devolvía era ruidos de ronquidos.
Al día siguiente se silenciaron y dieron paso, dos días después a malos olores, a algo podrido, putrefacto.
Llamaron a la policía.
El buen hombre se había suicidado ingiriendo una cantidad de pastillas para dormir, considerables.
El presidente no creyó necesario contarme esa historia, quería alquilar el piso y sacarle beneficios de una vez. La historia de este hombre la conocía demasiada gente y no querían alquilar la vivienda.
Cuando supo que yo venía de Agaete y que no conocía la historia se le abrieron los ojos, me alquiló el piso sin problemas pero entendía que me marchase.
Decidí quedarme ya que la carta que me encontré sólo tenía una pequeña petición, una pequeña misa por el reposo de su alma, a quien encontrase la carta, al siguiente inquilino.
No quiero entrar en detalles de los motivos por los que este buen hombre se suicidó, todo detallado en el papel, no quiero pecar de demasiado morbo.
Sólo me atrevo a comentar que lo que este hombre pedía la noche antes de su suicidio era algo tan simple como una misa para quien fuera el que viviese después de él, lo recordase.
Hablé con mi primo, que es cura, mi primo Antonio que hizo una misa realmente hermosa en la muerte de mi abuela.
Vino a mi casa y lo invité a pasar a mi cuarto.
Solemnemente santiguó la habitación, echó agua bendita en la pared donde estaba la otra cama y me prometió una serie de misas. Me explicó que un suicidio era un pecado mortal para la religión pero que aún así haría las misas por el descanso de un alma torturada. A él sí le enseñé la emotiva carta del difunto y gracias a su carácter bastante progresista y comprensivo, me solucionó el problema.
Comencé a dormir tranquilo y sin ruidos el resto de las noches.
Un abrazo.