… la vida pasaba tranquila, apacible, ser monaguillo en la iglesia de Agaete era una rutina más que cumplía los domingos, toda una liturgia la que acompañaba los diferentes tiempos que duraba el tiempo de la misa.
Recuerdo que Pepe y yo justo detrás del cura hablando más de lo divino que de lo humano, nosotros con las hormonas adolescentes hablábamos más de lo humano que de lo que se correspondía en aquel Santo Lugar.
El cura se rascaba su pierna izquierda con la otra pierna en un gesto que sólo yo veía, nosotros seguíamos hablando de nuestras cuitas amorosas que siempre eran desafortunadas, tertulia íntima interrumpida por las veces en las que había que tocar la campana, o llevar la bandeja cuando el cura daba la Hostia Consagrada.
Ese era un momento peculiar, sinceramente, porque me gustaba molestar a mis hermanos en una costumbre que mis padres me criticaron mucho por la falta de respeto que mis actos suponían.
Consistía en llevar la bandeja mientras el cura daba el redondo pan que emulaba la Última Cena, a la altura del pecho o cuello de las personas que iban a recogerla ya que estaban confesadas y libres de pecados para poder así recibir ese Sagrado Tesoro Alimenticio.
Yo, profesionalmente llevaba la bandeja a una altura prudente para que las personas se sintieran cómodas.
Menos con mis hermanos, ellos, siempre libres de pecados porque aún no habían caído en tentación alguna, a la hora de recoger su hostia en la versión del cura que la ponía directamente en la boca, la otra versión era la de las mujeres más atrevidas que ponían las manos en posición de súplica para ellas mismas alimentarse del Sagrado Pan, yo llevaba la bandeja a la altura de la barbilla empujando ligeramente hacia arriba en la garganta de tal forma que mis hermanos tenían que reírse o aguantarse hasta ponerse muy rojos en lo que duraba el trayecto hasta volverse a sentar junto a mis padres. Ellos no tomaban La Hostia. Mis hermanos al llegar donde estaba yo ya me miraban con cara de complicidad sabiendo qué les deparaba durante unos minutos.
Mis padres me reprendieron mucho, pero lo seguí haciendo, me lo pasaba demasiado bien.
La iglesia de Agaete amplia, hace años menos luminosa, da una sensación de recogimiento a todos los fieles que dentro de sus puertas mientras el cura recitaba aquello de «Démonos fraternalmente La Paz» todo el mundo daba besos y el saludo a todo el mundo. Fuera de las puertas el mundo seguía girando. Y Agaete, más.
Las veces que tuve que hacerlo no lo soportaba, eran los domingos donde no me tocaba ser monaguillo, odiaba profundamente dar besos y saludos a gente desconocida. Muchos de ellos al coincidir en asientos tenía que hacerlo domingo tras domingo y tenía que transigir.
Lo odiaba.
Pepe y yo seguíamos en nuestra tertulia dominical mientras la misa durase y sabíamos de tal o cual mujer que en ese momento se sentaba en la iglesia deleitándonos la vista y alimentando nuestras fantasías más ocurrentes.
La misa transcurría con normalidad y nosotros también.
La doctrina religiosa en la que fui en parte educado sostenía la visión del diablo como la amenaza del infierno a la que llegaríamos si no «nos portábamos bien».
Esa visión me aterrorizó hasta hace unos años, hasta que empecé mi enfrentamiento con Él.
Justo a la entrada de la iglesia hay un cuadro que aún hoy día me hace estremecer. Podía ver unas llamas que quemaban a unas almas sufriendo mientras unos ángeles intercedían por ellos a La Virgen que agarraba a Su Hijo en los brazos. Hombres y mujeres ardían en esas llamas que no devoraban la carne pero sí quemaban el alma, supe que eso era El Purgatorio.
El sitio donde las almas tenían que expiar sus penas para así poder ir al cielo luego de pasar un tiempo indefinido.
Procuraba en la entrada no mirar a ese cuadro, alimentaba mis pesadillas que desde mi temprana infancia comencé a tener.
La iglesia tenía para mí dos aspectos que me empujaban a querer conocerlos por mi espíritu curioso.
El techo, sitio al que se accedía desde la habitación desde donde se tocaban las campanas, una habitación oscura, con una escalera de caracol estrechísima que podía quitar las ganas de querer subirlas después de escuchar sus continuados lamentos crujiendo.
Al lado de la habitación de Las Campanas, había otra donde a modo de cárcel, una estatua de Cristo lleno de latigazos con expresión de absoluto sufrimiento me sobrecogía.
La iglesia de Agaete está llena de toda una iconografía que invita al sufrimiento y el arrepentimiento de la culpa «Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa» recitábamos mientras nos dábamos en el pecho a la par que la voz monocorde de nuestro cura de pueblo.
Las visiones de oscuridad, castigo y culpa impregnaban la iglesia hace años con los pequeños cuadros del Camino del Calvario de la crucifixión de Jesús. Todo en la iglesia invitaba a ver el sufrimiento, la culpa y el arrepentimiento para la salvación de las almas.
El otro aspecto que me llamaba la atención era la puerta eternamente cerrada al lado de la Sacristía una puerta que las veces que había visto abierta daban a unas escaleras que descendían hasta una oscuridad que quería ser explorada por mis siempre curiosa mirada.
La puerta que me sobrecogió en su momento.
Mi abuelo se sentía orgulloso de mí cuando me veía vestido con el traje blanco sosteniendo la cruz en las procesiones por todo Agaete, los veía felices, contentos, incluso presumían de su nieto con sus amigos.
Eso me hacía sentir bien.
Recuerdo que por esa época ya yo sabía que algo no andaba bien por casa, que la mía no era como las de mis amigos, mi intuición me quería decir algo pero no sabía exactamente qué.
Agaete era un enorme patio de recreo, la plaza, frente a la iglesia, recogió miles de juegos de niños de decenas de generaciones y vio crecer la iglesia. Vio restaurar el reloj y cómo iban y venían sacerdotes.
La juventud, el principio de adolescencia ya me tenía intranquilo, las primeras noches insomne, los primeros miedos e inquietudes, el primer amor, la eterna «Marinieves» con su sonrisa de labios gruesos, un pelo lleno de caracoles que caía sobre sus hombres y claro, mayor que yo, más mujer que yo, yo más niño.
Yo era un niño muy tímido, muy callado, tenía dos o tres amigos en los que confiaba y además, mi hermano y sus muchos amigos.
Yo era el calladito de la casa, el que leía y veía películas interesantes.
Mi hermano, el vital, el simpático, el guapo.
Yo el que tocaba el piano.
Mi hermano al que miraban todas las niñas.
Siguiente domingo en la iglesia de nuevo, tertulia con Pepe, de nuevo, poner la bandeja debajo de las gargantas de mis hermanos atreviéndome cada vez más a subirla hasta casi obligarlos a levantar la cabeza por el empuje.
No podían parar de reírse, mis padres, avergonzados, yo, no hacía nada que hiciese sospechar de mi profesionalidad como Monaguillo de Agaete.
Después de terminada la misa y temiendo un conflicto con mi padre me quedé alguna hora más en la tranquilidad de La Casa de Dios.
A las espaldas de nuestro sacerdote, Cristo crucificado.
Me gustaba tocar el piano de la iglesia cuando no había nadie y así practicar encontrando así una forma de evadirme del mundo con el silencio de la iglesia y los acordes de mis manos.
Me fijé que la iglesia estaba cerrada, busqué a Don Nicolás, nuestro cura.
No estaba en la sacristía, no lo alcanzaba a ver.
La puerta de mis inquietudes, de mi eterna curiosidad estaba entreabierta, una luz al fondo.
Comencé a bajar esas sinuosas escaleras poniendo las manos en las frías paredes hacia la profundidad de lo desconocido, algo me decía que no bajase, que no continuase, pero me empujaba algo más fuerte que yo, estaba a salvo, es La Casa de Dios, seguro que Don Nicolás estaba abajo y me abriría para poder salir.
Continué bajando y me percaté en unas sombras de manos y pies diminutos alumbrados por una vela que casi se apagaba e impedía que pudiese ver más allá.
Mi corazón gritaba de miedo.
Me acerqué un poco más, lo vi de espaldas a esa vitrina hecha en la pared de la cueva, no había mucha luz, apenas podía distinguir las sombras confusas. ¿Eran manos y pies? No podía ser. La pobre luz me estaba engañando.
Me quise tranquilizar. Pero algo era irreal, esa cueva desconocida, ¿Qué hacía Don Nicolás allí? Me acerqué un poco más para poder ver sin ser visto qué había en la vitrina.
Las sombras me sugerían formas imposibles, no, no era posible, no podía ser.
No era lo que estaba viendo.
Es la poca luz, es la poca luz la que me confunde.
Me intuyó detrás de sí, me miró con ojos furiosos acercando la vela para verme mejor, y cogiéndome por la patilla haciéndome llorar de dolor mientras me decía que jamás volviese a bajar a ese sitio y que no contase a nadie lo que había visto, ¿Lo que había visto?, so pena de ir al más absoluto de los infiernos, de no ser más monaguillo, No, eso no, mi abuelo… y de estar condenada mi alma en el infierno sin pasar por la oportunidad del purgatorio.
Me llevó halándome de la patilla por toda la iglesia mientras yo lloraba de terror ante la amenaza de El Infierno.
Me paró delante del cuadro más temido por mí.
– Ni siquiera pasarás por ese tormento durante siglos expiando tus culpas, irás directamente a ver al Diablo, allí te condenarás si vuelves a entrar a esa puerta o contarle a alguien lo que has visto.
– Yo no he visto nada… decía llorando, casi en un susurro.
– ¡Silencio! Me decía en un gesto cortante con su dedo índice. – No vuelvas a nombrarme más nada de eso.
Noté cómo le costaba caminar y que su cara era presa de unos dolores que le hacían retorcer su cara y mirar para una de sus piernas.
Ya fuera de la iglesia me sequé las lágrimas rápidamente, vi a «marinieves» en la plaza con su hermana, casi me hizo olvidar todo lo que había visto.
El corazón me latía con otro compás.
A pesar de los ojos de esa mujer que me decía de quedar para ir a la playa, que casi lograba que las imágenes que vi momentos anteriores se quisiesen disolver, no podía quitarlas de la mente.
Manos y pies…
Manos y pies…
Fin de la primera parte.