… tiene un encanto mágico.
Es una playa violenta, fuerte, es como una lengua que lame incesantemente una orilla.
Durante el día todo se transforma, los lagartos miran desde sus atalayas de piedras a cualquier persona que esté dispuesta mientras comen cerca de los muros de piedra que resguardan del viento a echarles algo de fruta y ellos velozmente cogerla y retirarse a su guarida.
Sin uno acercarse a la orilla, todo tiene una templanza relajante, uno puede estar horas tumbado en la negra arena dorándose por los rayos del sol sin preocuparse más que de sentir el aguijón del hambre o la sed.
Desde por la mañana Guayedra está pintada de una escala de colores grises y verdes.
Siempre detrás de las casetas de campaña está la pared de la montaña mayor, cubierta por pequeña vegetación y ocasionales piedras que caen.
El barranco de Guayedra siempre fue frondoso, corrió agua en otros tiempos de forma continuada cuando la lluvia era aún más generosa con la tierra permitiéndola disfrutar de muchas tonalidades de un encantador verde.
Hoy día uno pasea por allí esquivando un charco de agua sucia.
Hace unos años hubo un desprendimiento que casi divide aún más la frontera natural de Guayedra en dos, a un lado, esta playa, al otro, un desnivel que da a una visión imponente del mar chocando contra las rocas. Un sitio realmente peligroso.
Se puede ver el muelle de Las Nieves si uno mira con cuidado hacia la derecha cuando quiere divisar el mar, a pesar de todo, esas luces, esa mole de cemento, tiene su encanto.
Hay una roca bastante peculiar en medio de las demás rocas.
El narizudo.
Una cabeza boca arriba con ojos, una boca lamentándose y una enorme nariz que apunta al cielo.
Tito Santana en «La Chubicena» hizo referencia a esa roca como sitio de reunión de esas mujeres que un día vimos Jorge y yo.
Esa roca, esos ojos atentos me hipnotizaron desde el primer momento en el que bajamos a la playa, parece un instante eterno, inamovible, como si alguien se quedase petrificado en un grito de asombro, o de dolor.
Guayedra por la noche se inunda de recuerdos pasados, de sabias costumbres ya olvidadas, de personas que murieron en aquellas olas.
Dejarse impregnar por la noche de Guayedra, estar abierto a las energías telúricas que allí habitan es sentir algo nuevo, diferente….
La roca del narizudo sigue mirando hacia arriba, la miro casi fascinado en un rayo de luna que le alumbra.
La veo parpadear.
Me asombro y no doy crédito.
Néstor de La Torre tuvo que haberse inspirado en sus cuadros «Poema al mar» en la noche de Guayedra para que sus imágenes de pesadilla apareciesen en el lienzo cómo una boca de ola quiere tragarse a un canario desnudo.
Obervo las grandes olas.
Escucho un lamento.
No hay nadie en la playa.
Las olas lamen la orilla, impenitentes, sabias, eternas.
Bocas que han masticado marineros con unos dientes feroces y esconderlos entre sus fauces para nunca volver a respirar.
Otro lamento.
Miro a mi alrededor, no hay más casetas acampadas en la playa.
¿Será alguien que se ha perdido?
La luna vuelve a iluminar el mar, las montañas.
El gemido viene del lado izquierdo de la playa. Me acerco.
La luna ilumina la roca que mira al cielo con su enorme nariz.
Otro gemido.
La roca se está lamentando.
Me muero de terror.
Casi me echo a llorar cuando veo unos enormes ojos pétreos que parpadean y una boca que se retuerce entre enormes lamentos, el narizudo me mira y se vuelve a lamentar.
Fin de la primera parte.