… en el camino de El Sao.
Era nuestro refugio en La Noche de San Juan, nos gustaba a Jorge y a mí estar esa noche mágica rodeados de oscuridad y de plena naturaleza.
Siempre íbamos con la idea de purificarnos y de limpiar nuestros pecados.
La Noche de San Juan era propicia para toda suerte de sortilegios, y la zona de El Sao tenía el marco ideal.
Se podía ver todo el Valle de Agaete hasta el mar desde esa parte tan arriba de la montaña, las chubicenas, el Hotel Guayarmina, y un cielo – el eterno cielo de El Valle – absolutamente estrellado en aquella oscura Noche de San Juan.
Éramos jóvenes e imprudentes Jorge y yo.
Al lado de la cueva hay un pequeño precipicio que caerse supone la muerte segura. Teníamos que andar con linternas y mucho cuidado para llegar a la cueva o salir de ella a dar pequeños paseos por el pinar que la rodeaba.
A pocos metros estaba la carretera que llegaba a la parte de abajo de El Sao, donde se podía iniciar la caminata hacia El Hornillo.
La cueva pasaba completamente desapercibida en medio de las curvas sinuosas de esa carretera que hacía poco se había asfaltado.
Podíamos ver pasar los ocasionales coches pero ellos a nosotros, no.
Teníamos la idea romántica de ver brujas, O.V.N.I.S, o cualquier tipo de fenómeno extraño que nos sorprendiese en nuestra agitada, juvenil y febril imaginación.
Casi todos los años que visitábamos la cueva teníamos claro que era el fuego el que nos debía purificar, que todos los ritos tenían que estar relacionados con las llamas. Con velas, con quemar parte de nosotros.
A lo lejos escuchábamos los fuegos artificiales para dar inicio a las fiestas de San Juan, daban permiso al verano para entrar en nuestras vidas, impregnarnos con los días más cortos, el calor, la playa, los amores ocasionales.
Esa noche fue siempre mágica, noche de brujas, noche de catarsis, el inicio de la vida y la naturaleza.
Los seres humanos navegamos por nuestra vida con recuerdos de iconos sagrados entrelazados en nuestros genes, no sabemos darle una explicación concreta a los sentimientos que nos dan determinados lugares, determinadas fechas, pero algo dentro de nosotros se nos ilumina para guiarnos a través de la intuición de la historia.
Algo sabemos que pasó hace muchos años, cuando los hombres adorábamos los cambios de la naturaleza, nos asombrábamos mirando las estrellas y estábamos en contacto con los que vivían en otras realidades.
La Noche de San Juan era propicia para conjurar el pasado con el presente, sentir con mayor fuerza los recuerdos ancestrales, iconográficos y poder ver pequeños esbozos de lo que tenemos guardado en lo profundo de nuestro ser.
Jorge y yo sabíamos, sin conocer exactamente el porqué, que el fuego, las velas, y el baile estaban unidos con la tierra, con nuestro pasado más remoto.
Nos fuimos impregnando de la música que se entremezclaba con los sonidos de la naturaleza, con el vapor que desprendía la tierra, con el viento que tenía un leve olor a mar y a naturaleza añeja.
La cueva no era ni muy grande ni muy profunda, cabían cuatro personas a lo sumo, de ámplia entrada y bastante cómoda por los restos de ojarasca de la naturaleza.
Comenzamos colocando velas – que habíamos comprado de color rojo – por diferentes sitios de la cueva.
Las velas estaban colocadas de una forma un tanto curiosa. Una en el fondo, dos a cada lado un tanto alejados de la central y otra en la parte más cercana a la entrada de la cueva justo en frente de la vela inicial.
En medio de la curiosa forma que nos dejaban las velas, hicimos una pequeña hoguera y continuamos bailando con la música.
Desde unos metros alejados de la cueva veíamos que tomaba un aspecto bastante siniestro, el hexágono que habíamos formado – sin pensarlo – le daba un carácter ancestral a todo nuestro rito, a nuestra forma de iluminarnos con la pequeña hoguera en el centro.
Dábamos pequeños saltos frente a la cueva, teníamos puesto una selección de música variada, desde Rock a New Age, de Queen a Enya, todo servía para crear contrastes y poder pasar bruscamente de un baile lento, espiritual, al rock que nos ponía taquicárdicos.
Trajimos un porro de Marihuana y lo fumamos lenta, cadenciosamente, al ritmo de la música mientras mirábamos la luna llena y extendíamos los brazos queriéndola coger, la sentíamos cerca.
Bailamos como locos, reimos como locos y sentimos nuestros cuerpos siendo parte de la naturaleza, sin darnos cuenta estábamos siendo parte de un proceso iniciático.
Seguían tirando fuegos artificiales y muchas veces el cielo se quedaba momentáneamente encendido por estrellas artificiales que iluminaban fugazmente nuestras caras.
Miraba atento la cara de Jorge porque creí notar cambios, de repente se hacía mayor, con más canas, de repente volvía a su cara normal. De repente tenía los pómulos más prominentes y unos colmillos más afilados.
Me miraba con una cara extraña, como si advirtiese cambios en mi físico.
Seguimos bailando.
Nos reíamos con la luna, con la música.
La cueva parecía una enorme boca iluminada que nos pedía tragarnos.
Más caladas al porro.
Nos hicimos parte de los pinos, de la tierra, del cielo, todo en ese sitio había permanecido igual y diferente en los últimos cientos de años. Creo que siempre hubo gente allí en esta noche tan peculiar.
Me llegaban imágenes desde el fondo de mi mente de mujeres bailando desnudas en medio de una cueva, cantando y saltando, bebiendo en cuencas de madera extrañas pócimas.
Jorge me miraba extrañado, creo que coincidimos en las mismas imágenes, sensaciones.
La música nos hacía seguir bailando, fumando, riéndonos.
Estábamos en plena catarsis, los fuegos artificiales habían parado y ya no escuchamos más que el ruido del crepitar de la hoguera.
Sacamos de nuestros bolsillos algunas hojas escritas para solemnemente echarlas en la hoguera.
Quemábamos así nuestros miedos, nuestros deseos por cumplir, nuestras partes oscuras, nuestras partes luminosas.
Apuramos lo poco que quedaba del cigarro.
Sentí cómo el corazón me iba más deprisa y de mi boca no se me borraba una sonrisa como de la de Jorge.
Todo daba la impresión de ser una inmensa espiral de luces y viento que nos rodeaba y que a cada paso que dábamos esa espiral se volvía más y más fuerte llegando de la tierra al cielo.
Comenzamos a reirnos de forma atronadora.
Y con nuestras risas se mezclaron más risas.
Con nuestra música se mezclaron cantos.
Voces femeninas reían y cantaban desde algún sitio cercano a nosotros, no precisamos en un primer momento dónde.
Apagamos la música, el ambiente tenía un aspecto algo diferente, como si el aire se hubiese vuelto más denso, nos íbamos acercando lentamente, Jorge me decía con gestos que mantuviese silencio. Podía decir en ese momento que se me caía la risa de la cara.
Lo veía aguantando la risa y llevándose la mano a la boca por cada paso que dábamos a aquellos coros y risas estridentes y muy contagiosas.
Miré al Hotel que estaba en la pendiente debajo de nosotros, tenía un aspecto algo más rejuvenecido, como si no hubiesen pasado años por él.
Parecía no estar la urbanización de «La Suerte» que había crecido rápidamente a un lado de la montaña en el camino de subida, San Pedro tenía un aspecto más curioso, apenas se distinguían pocas luces. Todo había caído en una oscuridad espesa, antigua, y ahí estábamos nosotros, dejando la cueva unos metros atrás, aún iluminada, mientras nos acercábamos como dos ladrones en la noche al origen de las risas femeninas.
A unos pequeños metros vimos un pequeño resplandor, y supimos qué camino seguir.
Me tuve que tapar la boca de nuevo al ver la cara un tanto distorsionada de Jorge, para no estallar en risas.
Lo iluminé fugazmente con la linterna y tenía los ojos pequeñitos, rojos, el mentón y los pómulos un tanto abultados, más pelo en la cara.
Me iluminó con su linterna con su enorme sonrisa – de dientes algo afilados – y adiviné en su cara un asombro al mirarme.
Seguimos aguantando la risa.
Me miró tocándose la cara para que yo hiciese lo mismo.
Me noté la frente más prominente, más pelo en la cara, todo estaba tomando un carácter un tanto extraño.
Pero seguía con la sensación de caérseme la risa de la cara.
Llegamos al origen del fuego.
Nos quedamos petrificados ocultos detrás de unos pinos.
La risa se me borró de la cara.
Nos miramos incrédulos.
En silencio observamos el espectáculo.
Las estábamos viendo, sí, las estábamos viendo.
Fin de la primera parte.