… éramos los 4 que siempre salíamos.
En nuestra infancia.
Ellos, dos hermanos que conocí en mi infancia vivían en Las Palmas e hicimos una gran amistad.
Sobre todo Mickey y yo, éramos uña y carne, a pesar de ser yo un niño reservado que no expresaba demasiado mis sentimientos sí notaba cómo él me hacía demostraciones de afecto considerables como las solemos hacer los niños, con regalos, invitaciones a ir a nuestras casas, algún abrazo furtivo, e incluso, alguna pelea de esas que los niños tienen para resolver asuntos dándose algunos puñetazos arreglándose todo con nuevos juegos.
De todo esto me acordaba mientras veía el concierto de Dani Cano y Vidina Melini en el Esdrújulo y el público les aplaudía orgullosos.
Mickey y yo teníamos cosas en común, como no, todo lo relacionado con lo oculto, los comics, videojuegos y las niñas.
Siempre me decía, cada vez que venía los fines de semana a Agaete que en Las Palmas había estado besando a varias niñas, que era un conquistador y yo, claro, como no tenía ni idea del sexo femenino salvo lo que veía con mi madre y mi hermana tomaba como natural que un chico tan guapo ligase tanto y un chico tan feo como yo, no.
En el concierto Dani sonreía abiertamente mientras tocaba la guitarra y Vidina con su preciosa voz habla de historias comunes, musicadas hermosamente por Dani.
Me gusta mirar al público en los conciertos, muchas veces te dicen sus miradas cómo está llegando un artista.
La veo, una belleza poco común, entra y se sienta en medio de la sala.
Yo me quedo fascinado.
Mickey, Heriberto, mi hermano y yo jugábamos en casas abandonadas a escondernos, a tirarnos piedras, a ser super héroes. Muchas veces consistían los juegos en que uno se escondía y tenía que eliminar a los otros tres en plan ninja solitario.
Nuestra infancia estaba siempre llena de imaginación, mientras yo tenía unos padres a los que intuía ya tan pronto infelices ellos tenían unos padres que se ocupaban hasta de su más mínima caries.
Los sábados por la noche salíamos temprano, cine, hamburguesa, juegos recreativos y otra vez a casa.
Dani se enfrasca en unos arpegios menores mientras Vidina – su pareja musical y personal – lo mira con sus enormes ojos, atenta.
La chica que se acaba de sentar me mira, me mira como si me conociese, vagamente me resulta conocida pero yo me quedo prendado ante sus facciones.
Aplausos a la canción de Dani. Sonríe feliz.
También nos gustaba jugar a los «boliches» a ver cuánto ganábamos al otro, el juego era fácil, básicamente teníamos un agujero en tierra y una línea a un par de metros, desde el agujero tirábamos los «boliches», el que quedaba más cerca de la raya era el primero en tirar al agujero desde ella, el que entraba en el agujero tenía derecho a golpear al resto y ganarlos.
Yo no era de los mejores en ese juego, tampoco de los peores, más bien jugaba con ellos por el asunto de la competencia y no sentirme solo, me gustaba estar con ellos.
Me hablaban de Las Palmas, una ciudad que yo visitaba muy poco y de los cines de allá que se contraponían con el cine de Agaete con una sala y bastante pequeña.
Cada vez que me hablaban de esta ciudad yo me imaginaba un mundo de posibilidades que no alcanzaría hasta años más tarde.
Esta chica no para de mirarme, el silencio se hace notar entre el público mientras esta pareja de cantautores nos interpretan una canción cadenciosa, lenta, sublime…
Esos ojos me siguen atrapando en su mirada y una sonrisa embriagadora aunque me recuerda a alguien…
Un día me invitaron a quedarme en su casa toda una semana, era el tiempo más largo que yo iba a estar en esta ciudad después de que me vine mi pueblito a vivir. Me gustaba salir en lo enorme y desconocido de las calles y el parque frente a su casa.
Mickey y Heriberto se quedaban en la misma cama, y yo en la otra, qué tiempos aquellos donde podía dormir bien y a horas tempranas.
Era el cumpleños del padre, él había tenido hace poco un conflicto debido a que el padre no quería que yo fuese a la casa esa semana y mi amigo estaba empeñado en que sí.
Quería resolver ese conflicto paterno con un buen regalo, aún así, lo vi incómodo, sin saber qué regalarle, luchando entre dos fuegos.
Aplausos para la pareja, la mujer me sonríe, yo también.
Dani y Vidi decían que era la última canción, evidentemente no les iba a dejar que terminasen tan temprano así que les insistiría con el «otra, otra» para obligarlos.
No quería tampoco que aquellos ojos dejasen de mirarme. Me gustaba cómo coqueteaba con su pelo largo y rizado mientras me miraba.
Me pasé una semana genial en casa de mis amigos.
Volví para Agaete pese a que Mickey no quería que me fuese aquel viernes lluvioso, pero ya quería yo estar en el pueblito, rodeado de mis cosas y, sobre todo, saber si mis padres me habían echado de menos.
Cenamos en Agaete, en el bar «Ca Juan Diorca» – donde hacían las chuchangas más ricas que he probado en toda mi vida – tortilla semi cruda y esa delicia de la que ahí eran especialistas. Tenían un criadero de chuchangas y todo el pueblo lo agradecía.
Ese fin de semana lo pasamos como de costumbre, jugando, riéndonos, cine…
Así pasábamos el tiempo.
Mickey un día nos comentó que se no volvería más a Agaete, que sus padres habían decidido no volver más por cuestiones de trabajo.
Aquella chica me miraba, mientras coreaba junto con el resto que la pareja cantase otra canción más.
Vaya mujer, esas curvas que se adivinaban bajo el vestido largo con un toque de informal seguro que volvería loco a cualquier hombre, sorprendentemente me miraba con un coqueteo que intuía dominaba muy bien.
Nos dejó a mi hermano y a m,í la noticia, de piedra, se acabarían nuestros juegos a casas en construcción, tirarnos piedras en el barranco, pasar horas leyendo comics eróticos en su casa cuando sus padres no estaban.
Un día nos dijimos adiós con mucha tristeza en nuestros gestos, miradas, yo lo notaba muy triste, aguantando el llanto, me dio un abrazo y un beso en la mejilla cosa que me hizo ruborizarme mucho – no estaba acostumbrado a esas muestras afectivas por parte de otro niño – y menos, un roce tan directo.
Fin del concierto, me levanté para saludarlos y aquella chica me seguía mirando con una alegría en sus ojos que me extrañaba mucho, pensé que estaba confundida, no la conozco, pero tal y como se dirigía hacia mí con esa cara de sorpresa y felicidad parecía que ella sí, y mucho.
– ¡Hola Helio!
– Ahora mismo no te conozco…
– Seguro que sí… piensa bien.
Esa sonrisa era embriagadora, preciosa. Se había dirigido por mi nombre. Pero a pesar de que su cara me era familiar aún no la ubicaba entre los pliegues de mis recuerdos.
– Pues no, lo siento, no caigo…
– Mírame bien.
La miré de arriba a abajo, la miré directamente a los ojos. Ella sonreía de una forma muy peculiar.
– Pues no, ¿Podrías decirme de qué nos conocemos? La verdad, me muero de la intriga.
Saludamos a Dani y a Vidina, los felicité por el concierto y nos sentamos ella y yo en una pequeña mesa de El Esdrújulo.
Me contó la historia más increible, no cabía en mi asombro. Digno para contar aquí.
A partir de los quince años se había dado realmente cuenta de quién y qué era.
A partir de los quince años se había dado cuenta de lo que realmente sentía.
Cuando tuvo diez años más, decidió cambiar y huir, buscarse a ella misma.
Me mandó una postal hace años llena de corazoncitos, a los dos o tres años después de marcharse.
Pero seguía sintiendo lo mismo por mi y no podía olvidarme.
Nunca lo sospeché.
Estuvimos muchas horas hablando de nuestras cosas, de nuestras ilusiones y de Agaete.
Me alegré tanto de volver a ver a mi amigo…
Nos despedimos de nuevo, con cambios de mails y con la promesa de tomarnos otras cervezas.
Nada ha cambiado, salvo que mi amigo era mi amiga.
Un abrazo.