… después de la llamada de Ángeles me fui a Escaleritas a terminar una ruta que me quedaba para luego continuar con otras.
Además de la gente desconfiada, los malos olores, la basura por las calles, apenas podía distinguir lo que me decían, a muchas personas les costaba hablar, decían sonidos inteligibles sin mostrarse extrañados por eso, como si me dieran una charla acerca de lo caro que está todo desde la llegada del euro, con la mayor naturalidad me hablaban con palabras sueltas.
Me encontraba realmente cansado, como si una losa enorme pesara sobre mi espalda, el sueño me había dejado inquieto, los humores que la ciudad desprendía se extendían como gases tóxicos invisibles afectando mi estado de ánimo, el de todos.
Todo tiene un extraño color gris, como si el cielo se hubiese confabulado para darle un aspecto aún más tétrico a la ciudad enferma.
La enfermedad, la tristeza, la melancolía, el odio, no distingue clases sociales, ricos, pobres, todos estábamos siendo víctimas de lo que habíamos hecho a la tierra y nos devolvía.
Los lazos que unen a las personas se estaban quebrando aún más por el suelo que pisábamos.
Pocas encuestas pude hacer a pesar de la hora que era del día, el cielo se volvía cada vez más gris e incluso las farolas de la ciudad se encendieron, una fina lluvia comenzó a empaparlo todo.
Me encontraba con el cuerpo pesado, dolor de cabeza, constipado, tenía la sensación de que el cuerpo me pesaba el doble, como si tuviese de repente un «ataque de obesidad».
La mano izquierda, – que miro en este momento con extrañeza – me dolía horrores.
Tuve que ir a sentarme a una plaza, la de los Hermanos Millares, e intentar serenarme, la cabeza parecía que me iba a explotar.
Algunas personas se asomaron en ventanas para mirarme extrañados y comenzaron a señalarme gritando algo que por mucho que lo intentaba no conseguía entender.
Primero uno, riéndose como si le fuese la vida en ello.
El siguiente, balbuceando, cayéndole babas me señalaba y se unía a las risas.
Esta vez me estaba afectando todo aún más, me encontraba debilitado, creo que adelgacé en estos días algunos kilos.
Más ventanas se abrían con violencia, palabras inconexas, risas y señalando hacia mí.
– ¿Qué coño les pasa a todos? Les grité con furia. – ¿Qué diablos quieren?
– Emmes, jajajajajaaj, mamá, muerrrrrrrrte, margen.
Desde otra ventana de al lado un hombre con cara de atontado, cayéndole una baba abundante balbuceaba pidiendo una ayuda al cielo, agitando los brazos como si no le hicieran caso ninguno de los dioses en los que creía.
– Afuuuda, jajajaja, Diosssssssssss, meteteeeeeeeeeeee, afudaaaaaaaaaaaaa, queeeeeeeee, estoy solooooooo, estoy soloooooooooooo.
Cada vez más gente salían de las ventanas y se señalaban unos a otros mientras me miraban, de entre lo que podía distinguir de lo que decían se echaban culpas antiguas, como si no fuesen dueños de ellos mismos.
Me levanté y corrí hacia el camino largo que conducía a La Catedral, sabía que allí encontraría el consuelo que precisaba.
Me resultaba horroroso ver la ciudad tan vacía, apenas había coches en las calles, respiraba una atmósfera apestosa y pesada, todo estaba lleno de emes mayúsculas.
Algún ocasional gato que pasaba la carretera me miraba con terror y sacaba los colmillos.
Escuhaba ladridos de perros desde las azoteas, aullaban, todo era presa de una locura de un mal escritor.
El clima se estaba haciendo aliado de la negrura de Las Palmas, comenzó a caer una niebla espesa, como el preludio de algo que estaba ocurriendo, la niebla no es usual a alturas tan bajas y cercas del mar.
Desde la altura de la carretera vislumbré el rayo de sol que había en La Catedral y me di más prisa aún.
La mochila me pesaba más que nunca, la mano me dolía cada vez más fuerte, sentí náuseas y vomité todo lo que había almorzado.
Seguro que un par de mis pastillas harían que me sintiese mejor, ahora con el estómago vacío me harían más efecto, creía que me desmayaría en cualquier momento pero reuní fuerzas para sentarme en Sitio Sagrado.
El olor de la ciudad era cada vez más fétido. Creí morirme, no podía casi ni caminar, aún me quedaba algo de camino por delante.
Los recuerdos me invadieron, comencé a caer en la espiral de la negrura de mi alma, recorría mi piel la serpiente de la tristeza.
Mis piernas hacían su trabajo, caminaba hacia la catedral pero durante un tiempo me vi falto de voluntad, las piernas sólo obedecían las órdenes de llegar.
La mente volvió al pasado.
Al oscuro pasado.
Voy a dejar de escribir hasta más tarde, ahora no puedo, me asaltan demasiados recuerdos, tengo demasiadas sensaciones pegadas en la piel, los recuerdos comenzaron a agolparse violentamente en mi alma y necesito unas horas de descanso. Esta noche contaré todo lo que pasó. Me es imposible hacerlo ahora.
El pasado es una bestia que nos muerde el estómago con demasiada rabia y dolor. Si tuviese mis pastillas quizás lo podría mitigar, pero tengo que sufrir para hacerme más fuerte.
Hasta más tarde.