… yo era un chico joven, lleno de miedos y esperanzas en lo que al sexo se refiere. No me entiendas mal, no es que yo no tuviese roces con el sexo femenino sino que ir más allá era para mí un desembarco hacia lo desconocido.
Agaete en mi juventud estaba lleno de sol y mar, mar de verano y mar de invierno, mar de esperanzas y de ganas de huir.
Era lo que tocaba, instruirme en los caminos de la vida, de la seguridad, de la cárcel de oro que entre El Risco, Las Nieves, y El Valle, me ofrecía.
Tuve una época de muchísima timidez que ahogaba entre cantos de mis propias composiciones con la guitarra.
Realmente me costaba dar el paso cuando me interesaba por una mujer, ya no tan sólo miedo al «No«, al rechazo, al ridículo, al siempre «qué dirán» de Agaete, sino al «Sí«, a enfrentarme al cálido y amante cuerpo de una mujer que me rodearía con sus brazos y me dejaría que me introdujese entre sus piernas.
Para sosegar mis temores y las contradicciones del «Quiero y no puedo», huía escribiendo poemas, musicándolos, leyendo, haciendo deporte… Todo me ayudaría a tener la cabeza más o menos sosegada.
Había que huir de casa ya que el infierno se estaba desatando y sufrir era un dogma de fe diario, es difícil ir hacia adelante cuando uno está navegando en aguas profundas, pantanosas, en arenas movedizas que me hundían cada vez más.
Fue mucho más tarde cuando me decidí a empezar a vivir con mayor coherencia y claridad, siempre pude refugiarme pese a las adversidades. Sobrevivir pese a todo.
Cuando me la llevé a la cama fue un acto de valor, de «Ya está bien» había que dar el primer paso.
Ella era rubia, alta, con unos ojos azules que hicieron que me perdiese en ellos, inteligente, profunda y con unas tetas apuntándome hasta quedar fascinado por su forma y volumen.
Llegó de un país nórdico arrastrada por una historia de amor que la mantenía convaleciente en la cama de los sueños incumplidos, de corazones rotos sin remedio.
Como única esperanza le quedaba seguir a su ansiado amor y recorrer miles de kilómetros hasta parar en Agaete.
Recuerdo que la primera vez que nos vimos la llama del deseo se encendió como luces en la ciudad al anochecer.
– «Belleza arábiga» me decía en un mal español.
Me asombró su atrevimiento y espontaneidad cuando unos amigos mutuos nos presentaron.
Se me puso dura como una piedra tallada cuando adelantó su cara para darme dos besos en la cara, como mandan las formas, y aún más dura cuando su beso fue directo a mis labios.
Percibía el olor de su sudor, de su cuerpo, algo había más allá del puro contacto físico.
Mi vista se centró en su collar, era bastante sencillo pero el óvalo central me tenía hipnotizado, le daba un conjunto más armónico a su esbelta figura.
Me fijé en cómo sonrió malevolamente cuando se dio cuenta de cómo me había llamado la atención su colgante. Lo tocó instintivamente y yo creía que la polla se me salía de los pantalones haciendo un agujero.
Algo se iluminó en sus ojos, algo que no podía saber en ese momento y lo supe cuando estuvimos encerrados en la habitación que tenía hecha un desastre, sin cama, los colchones en el suelo, y ella desnuda.
«No me puedo creer que todo ese cuerpo sea para mí» Pensaba yo mientras no paraba de mirar su afeitado sexo.
Agaete llegando agosto se viste de fiestas, se cubre de colores y las calles son un bullicio interminable de personas que se encuentran, vecinos que se abrazan después de todo un año sin tocar sus pieles.
El agosto de Agaete es muy caluroso, se sabe acompañar ese mes con cervezas muy frescas del medio día.
También suelen acompañar las noches guitarras como ecos lejanos que siempre han estado ahí acompañando al visitante.
Es curioso como en aquellos tiempos de menos vejez, de más juventud, las preocupaciones dependían de mi interior, ahora, cuando recuerdo todo este episodio mis preocupaciones llegan del mundo exterior.
Realmente ella llamaba mucho la atención a todo aquel que la mirase y claro, que esa tan alta mujer con esa belleza vikinga pasease por la calle con un chico tan tímido – y loco – como yo dejaba perplejos a aquellos considerados como los «guaperas» del pueblo.
Varias veces le pregunté por el collar, se hacía la interesante o me hablaba en un inglés demasiado elevado para mis conocimientos del idioma, lo hacía con una sonrisa pícara que me excitaba muchísimo.
Pero en ese momento intuía que el collar haría que mi mundo cambiase.
Cuando me la llevé a la cama fue la noche más curiosa que recuerdo, ella estaba sólo vestida con ese collar de un color azul cielo que acariciaba y me miraba con lujuria.
Sonreía, y miraba mi polla tiesa pasándose la lengua por los labios hasta que se la metió en la boca y me la lamió mientras con sus manos me acariciaba los huevos.
Yo miraba cómo mi polla desaparecía entre sus labios creándome una sensación paradójica y de un placer enorme.
El collar brillaba.
Retiró la boca y me preguntó:
– ¿No puedes poner menos luz?
Cojones, pensé, vaya pregunta.
– Sí, claro.
Todos los días me iba a nadar en Las Nieves, sentía que era necesario el deporte en mi vida, me ayudaba a estar más relajado, tonificaba mis músculos y la cabeza, mis pensamientos se volvían más centrados y menos dispersos.
Ella, quiso ir a nadar conmigo.
Se puso el bikini, sus cerca de dos metros de altura adornados con las dos tetas más hermosamente grandes que hacía tiempo no veía en una playa capturaron todas las miradas, y tuve que meterme rápidamente en el agua, noté el cosquilleo en los huevos que daba paso a una dureza que iba a notarse a través del bañador.
El collar me volvía a hipnotizar.
Se ató el pelo rubio, largo, en una coleta hizo algunos ejercicios de precalentamiento – mientras yo ya estaba precalentado sin remedio – y me acarició el pecho.
Nadé como nunca antes lo había hecho, hasta cansarme para que me bajase la calentura.
Dios, a través de mis gafas de natación podía verla a mi lado como una sirena dueña del mar.
El collar emitía un extraño brillo en el agua, como si estuviese en su medio, como si volviese a él.
Después de hacernos unos cuantos cientos de metros nos paramos en la orilla más alejada, frente al «Muelle chico».
Se desnudó de cintura para arriba y me decía piropos acerca de mi «Belleza morena». Era rara la sensación que anidaba en mí, el calor entre las piernas y lo atrapado que me tenía el colgante que brillaba como un pezón más, como un tercer hermoso pecho excitante.
Cuando me la llevé a la cama mientras buscaba algo para poner menos luz, no tenía yo velas ni lámparas en ese momento, vi cómo se masturbaba mirándome.
– Espera, no sigas buscando, antes, lámeme aquí.
Señaló su sexo, estaba húmedo.
Mi lengua lamió su clítoris mientras ella gemía y tapaba mis orejas con sus muslos.
Tocaba sus pechos mientras ejecutaba la acción con mi lengua y casi sin querer puse mi mano sobre el collar.
Sentí algo muy extraño a lo largo de todo el brazo, como un calambre que me llegó hasta el hombro.
Ella dio un grito de placer que casi hizo que se despertasen mis padres.
Fin de la primera parte.