… cuando estaba en un colegio en Las Palmas que los niños jugábamos corriendo unos con otros a diferentes juegos inocentes, pero me extrañaba el hecho de que cada vez que apareciese la directora tuviésemos que sentarnos donde primero pudiésemos para que nos encontrase quietos y tranquilos.
Nunca se me olvidará la imagen de esa directora cuando ocasionalmente aparecía por el patio de recreo, que llevaba los brazos en ángulo de noventa grados y las muñecas caídas como si sus dedos fuesen ramas mustias.
Tenía dos amigos inseparables, Alejandro y Gordillo.
Destacaba alejandro por una mata de pelo rizado que parecía huir de su cabeza en todas direcciones, con pecas, y de un color rosado casi pálido.
Gordillo hacía honor a su nombre, tenía siempre una sonrisa dispuesta a todo y yo – no sé porqué extraña razón – envidiaba su figura oronda hasta el punto de que muchas veces me ponía muchos pulóveres para engrosar mi flaca figura.
No era yo un niño muy alegre y despierto, más bien me quedaba silencioso y observando lo que había a mi alrededor, gordillo me solía animar a correr detrás de él diciéndome cualquier disparate que la niñez terciara. Me lo pasaba bien…
– ¡La directora! Escuché detrás de mí, mi corazón latía deprisa sabía que la salvación era sentarme , no encontraba sitios libres, entendía que no podía hacerlo en medio del patio. Gordillo y Ale juntos mirándome con cara de aterrorizados… les veía el sudor en la frente sentados uno al lado de otro con caras de preocupación.
Mi respiración se aceleraba, del juego tranquilo pasábamos al terror de ponernos a salvo ante el peligro inminente.
– Helio, corre, siéntate, escuchaba a Gordillo. Supuse que la directora aún no había hecho acto de presencia.
Yo era paticorto y nunca fui un as en los deportes, consciente de mis limitaciones aún a temprana edad sabía que el tiempo se me agotaba.
Casi se me saltaban las lágrimas cuando vi a mi derecha a un niño flaco que ocupaba un pequeño espacio y que justo a su lado había un sitio donde yo cabría perfectamente.
Escuché pasos cerca de mí, pasos acelerados, una respiración agitada.
– Te quiere quitar el puesto, ¡Corre! La inconfundible voz de Gordillo.
Dios, mi salvación estaba cerca, agucé mis oídos hacia la verja de entrada en la que hacía acto de presencia la directora.
No me quitaría la salvación quién quiera que fuese el niño que corría.
Yo corrí más, pero notaba cómo me iba alcanzando.
Escuché un golpe contra el suelo, un ¡Ay! y su posterior llanto, la suerte quiso que los niños no nos acordemos siempre de lo importante de atarse bien los cordones de los zapatos, ese día yo no llevaba zapatos con cordones, era de esos de pegue que me quitaba con un «Rasss», «Rasss» librándome de la opresión.
Desde mi salvación, mi sitio privilegiado vi la escena, el niño lloraba como alma en pena con un poco de sangre en las manos, las rodillas rojas, el orgullo herido y el miedo en sus gemidos.
La directora lo vio. Tenía otra vez esa curiosa posición en las manos, un traje negro con pequeñas flores, el pelo desteñido – como recordaba de mi madre – y las uñas pintadas como si las ojas del árbol seco sangrasen.
Lo miró.
Mi corazón latía cada vez más deprisa por un sentimiento de culpa que no sabía de dónde salía, me ahogaba la impotencia pero el alivio de sentirme seguro era más fuerte.
Ale y Gordillo estaban tranquilos mientras me miraban.
Mi corazón aceptó que estaba a salvo y latía con la calma que le caracterizaba a su edad.
Ese niño lloraba de puro desconsuelo mientras se levantaba, su cara estaba llena de lágrimas y mocos más un enrojecimiento paulatino de sus dañadas mejillas.
Se acercó la mujer a la que tanto temí durante ese curso, cogió a ese chaval de pantalones cortos y tirantes con camisa a rayas por la oreja izquierda casi a pulso y sin hablar se lo llevó.
Se acabó el recreo, entramos en clase, no paré de pensar en ese niño, quería que mi madre me viniese a buscar cuanto antes, no veía el momento en el que el reloj marcase las dos.
Esas dos horas de clase andaba yo en mi propio universo personal, ponía el lápiz entre los dedos y simulaba una nave espacial que volaba por el ámplio cielo de mi pupitre.
Las dos, mi madre, casa, papá.
Nunca fui muy abierto con mis padres, ni de pequeño les contaba mis inquietudes, el terror que sentí lo guardé para mí sólo y para mi habitación compartida con mi hermano.
Guardé mi vivencia junto a decenas de niños más que veían en todo eso algo natural como era estar en clase «Porque papá me llevaba».
Guardé para mí y mis pesadillas de días posteriores en las que me veía solo y abandonado en el colegio mientras se hacía de noche y mi madre no me venía a buscar.
Otras pesadillas en las que estaba en una ciudad desconocida porque me solté de las manos amparadoras de mamá y yo la buscaba mientras alguien corría detrás de mí para coger el espacio que mi madre guardaba para mí en la mesa en el almuerzo.
No sé si era un alivio para mis padres que yo fuese tan silencioso, que las noches antes de dormir las dedicase a leer comics.
Los días posteriores no volví a ver a ese niño por el patio, pregunté a Ale y Gordillo si lo habían visto.
Desde «aquello», nada.
Pasó una semana, pequeñas incursiones de la directora por el patio e incluso por las clases mientras yo la miraba con auténtico terror.
Mamá, papá, los vecinos, todas las personas que yo conocía y veía en la calle, cuando caminaban, tenían las manos flexionadas a lo largo del cuerpo o las movían, pero esa mujer dejaba caer las manos un poco por delante de su prominente vientre.
Mi cara en su presencia se enterraba en el pupitre, en el libro, pero mis ojos curiosos, se elevaban hacia la presencia de la mujer que gobernaba aquel centro, hacia sus brazos, sus manos.
Esa mujer tenía la cara más seria de lo habitual, hablaba con superioridad a mi profesora, – una mujer flaca, con apenas color rubio en su cabeza, gafas y cara de triste – No paraba de decir con la cabeza «sí», «sí»…
Un niño siempre sabe – y lo recuerdo – cuándo algo no anda bien.
Mientras la directora salía por la puerta no pude evitar seguirla con la mirada, se paró, me miró con aquellos ojos verdes, pequeños, terroríficos y rápidamente bajé la vista, otra vez el reloj de mi corazón a la misma velocidad que la música que en ese momento ponían en televisión de los grupos que estaban de moda.
Cuando logré levantar la vista esa mujer se había marchado y mi maestra explicaba algo que no conseguía escuchar bien con sumas y restas en la pizarra.
Las dos.
Mamá estaría fuera, en la puerta del colegio.
Salí ilusionado, no la encontré.
Era la primera vez que eso pasaba, miré a un lado, a otro, no estaba mamá.
Ale y gordillo se iban con sus madres.
Yo me iba quedando cada vez más solo, pasaba un coche, otro… mamá no aparecía.
Sólo quedaban dos niños a mi lado con cara de acostumbrados.
– ¡Helio! La voz familiar de mi madre la escuchaba a unos cien metros, corrí como un loco, la mano de mi madre era el cielo, la salvación a cualquier desastre.
Esa tarde, en la comida – una de las maravillosas veces en las que el gigante que yo tenía por padre comía con nosotros – me preguntaba si no había escuchado en el colegio algo de que un niño que estaba muy enfermo en su casa.
– No papi, yo sólo sé de Ale y Gordi, son con los que me «ajunto».
No sé porqué no era capaz de hablarles del niño que corrió detrás de mí, temía la severa mirada de mis padres, su reprimenda y que ¡No me fuesen a buscar más al colegio! Aprendí lo que era sentirse culpable.
Papá me acarició la cabeza con benevolencia.
– ¿Es que pasó algo? Pregunté.
– No, no te preocupes…
Sí, tenía que preocuparme, yo había llegado antes a la puerta mientras un duro golpe contra el suelo y un llanto torpedeaban mi infantil mente.
Para mí tener gripe era una experiencia horrible porque me dolía mucho la cabeza y la barriga, no podía respirar bien. De repente tuve un momento de empatía con ese niño, lo que hizo que me sintiese aún más culpable. ¿Porqué no encontré otro sitio para sentarme?
Los días pasaron, no volví a ver más a ese niño.
Papá, mamá, mis hermanos y yo nos fuimos a Agaete a vivir, me despedí de Gordillo y Ale con mucha tristeza, y vi en sus miradas el desconsuelo de ver cómo se aleja un amigo.
Adaptarme a vivir en un sitio tan pequeño, con altas montañas pegadas a mi adorado mar me llevó un tiempo pero aprendí a adaptarme, a estar en un colegio donde no conocían las estampas de «E.T.», y donde ser querido por todas las niñas era porque jugabas bien al fútbol. Podíamos correr libremente por el patio, pero nadie quería a un niño como amigo que parecía ausente de todo, sólo, claro, otro niño que también parecía ausente de todo.
Ahora que he vuelto hace unos meses a Las Palmas me acuerdo de ese niño y empecé a indagar en internet aquellas fechas, ese colegio. Pregunté en la biblioteca por periódicos de ese año, más o menos de ese mes y descubrí qué había pasado.
Un niño había desaparecido de su casa después de estar muy enfermo durante una semana, por lo visto, cuando sus padres le dijeron de volver al colegio tras su mejoría – según declaraciones de los padres – el niño había tenido un ataque de pánico, ansiedad, dio gritos esa noche, pero lo asociaron a que, simplemente, quería quedarse en casa más tiempo.
Periódico del día siguiente.
El artículo lo acompañaban dos fotos.
Una de ellas me aterrorizó, no tan sólo fue la noticia que estaba en portada «Encontrado niño desaparecido en el maletero del coche de sus padres, asfixiado».
El niño, según leí, esa noche se escondió en el portabultos del coche del padre, se había encerrado dentro, su padre suponía que su mujer lo llevó al colegio, y la mujer, a su vez, pensaba que lo había hecho su marido.
Una foto de dos padres desconsolados, llorando, estaba al lado de esas líneas.
Había una fuga de gas de la que el padre no se había percatado porque era demasiado pequeña y eso ocasionó la muerte del niño.
La directora del colegio hacía unas declaraciones donde lamentaba el accidente y lo sentía por sus destrozados padres.
La foto que acompañaba era de esa mujer, con sus ojos fríos mirando a la cámara, los brazos en ángulo recto que le sobresalían del vientre y los dedos colgándoles como si fuesen dos arañas petrificadas en un museo.
Se me heló la sangre.
Un abrazo.